viernes, 13 de junio de 2008

Familia o educación cívica por Victorino Mayoral (Fundación Cives)

La Educación para la Ciudadanía no es precisamente cuestión baladí, ni de corto recorrido en la historia de la educación y de la ciudadanía. Solo si se ignora la génesis y trascendencia cultural, política y social del concepto y carácter de la ciudadanía democrática se puede aceptar la visión reduccionista, neoconservadora y fundamentalista de quienes niegan esa dimensión social del hombre. Como dijo Aristóteles solamente los dioses o los locos pueden vivir al margen de la sociedad y de la ciudadanía. Todos los sistemas democráticos conocidos han actuado y actúan con la misma lógica: los valores que fundamentan los derechos, las libertades y los deberes de la ciudadanía deben formar parte de la educación de todos los ciudadanos, sin que los derechos de los padres a elegir la educación religiosa y moral que crean adecuada para sus hijos constituya obstáculo alguno para el despliegue académico de la formación en valores democráticos por parte de los poderes públicos. La educación cívica se imparte en las escuelas norteamericanas desde la década de 1840 y en los niveles de enseñanza Primaria y Secundaria en Francia desde que Jules Ferry introdujo la instruction cívique en 1882. Hoy, el Consejo de Europa, la Unión Europea, las Naciones Unidas abogan por el desarrollo transversal o curricular, de la educación cívica y su generalización en los sistemas educativos democráticos es una realidad. Ya en 1972 en el informe sobre la educación del futuro, elaborado por una comisión de la UNESCO, presidida por Edgar Faure se decía "a la escuela se le continúa y se le continuará confiando un papel de formación cívica- lo esencial no es saber el lugar que ocupe en la enseñanza este tipo de instrucción, sino a qué fines atiende, ¿favorecer la eclosión de individuos con una manera propio de concebir realmente sus relaciones con el mundo, o condicionar a individuos sometidos a modelos impuestos y fáciles de gobernar?, ¿estimular la formación de espíritus embriagados de libertad y provistos de sentido crítico o sacralizar las jerarquías?"(Aprender a ser. Alianza Editorial/UNESCO, 1972).

¿Qué ocurre, pues, con el derecho de los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, según establece el art. 27.3 de la Constitución Española? ¿Es este derecho antagónico al deber de los poderes públicos de promover la educación de los ciudadanos en los valores comunes, conforme ordena el artículo 27-2 de la Constitución, en el mínimo común ético consagrado por el derecho según el Tribunal Constitucional y que se contienen tanto en la Constitución Española como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Nuestra Constitución es tan incoherente como para establecer dos artículos contradictorios entre sí? Sería algo absurdo. Ocurre más bien que a nuestro juicio, la Constitución contempla dos planos de la formación en valores, algo que resulta inaceptable para el planteamiento maniqueo, de combate entre las dos ciudades y entre el bien y el mal que sostienen los sectores neoconservadores católicos de España: por un lado, el plano que corresponde a la familia y al respeto y las garantías debidas a su ámbito privado de libertades de conciencia y religión, y por otro, el plano que corresponde a la sociedad, al espacio público y a las instituciones públicas y comunes, en el que concurren individuos y familias que asumen libre y legítimamente creencias religiosas o convicciones morales particulares, que son distintas entre sí y que han de convivir pacíficamente y en tolerancia mutua, sin que traten de imponerse las unas sobre las otras; lo que requiere organizar la convivencia y la propia educación del ciudadano a partir de unos valores éticos y unas reglas básicas comunes.
La familia es una institución básica de la sociedad y no un ente aislado de la misma; es una parte de la sociedad y no debe ser tratada como un satélite anarquizante que desorganiza el orden y la armonía social e institucional necesaria para la convivencia. La familia y el individuo necesitan a la sociedad, a sus instituciones y servicios públicos para garantizar su propia supervivencia. Esa es la verdad, pero desgraciadamente es posible que los partidarios de la doctrina de las dos ciudades sigan, como en épocas remotas, tratando de teorizar la superioridad de la moral de la ciudad celeste como la única moral posible, con exclusión de cualquier otra, sobre la ciudad terrena, y desconociendo que, en definitiva, las sociedades y las familias de las ciudades reales y concreta de nuestros días necesitan perentoriamente que la escuela les proporcione una formación de calidad que, indefectiblemente, debe contener las competencias sociales y ciudadanas propias de una buena educación para la ciudadanía.

*Presidente de la Fundación Educativa y Asistencial Cives y de la Liga Española de la Educación y la Cultura Popular.

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